martes, 3 de octubre de 2017

Camaradas, habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro, por consiguiente...


París es teatro divertido y terrible. Entre los concurrentes al café Plombier, buenos y decididos muchachos -pintores, escultores, poetas- sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde!, ninguno más querido que aquel pobre Garcín, triste casi siempre, buen bebedor de ajenjo, soñador que nunca se emborrachaba, y, como bohemio intachable, bravo improvisador.

Pero como Garcín, ¡oh!, soy una pobre ingenua que debía brillar, “el tiempo vendría, el pájaro azul volaría muy alto”. He querido, desde el primer momento que comencé a leer, vivir todo aquello que he descubierto en las páginas de tinta durante años: una idealización de la sociedad, una fiel moral, un auténtico amor, una perdurable amistad… Y he acertado a comprender que la realidad, aunque se vista de otra pinta, no deja de ser materialidad, pero no verdad.

Esta mañana mientras andaba alrededor de la universidad pude comprobar lo sucias que se encontraban las baldosas en la ciudad, pude vislumbrar que el sol seguía quemando a principios de octubre en esta maldita urbe; empecé a examinar a las personas que iban y volvían, los coches contaminar, los móviles en línea a punto de estallar, la música moderna y repetitiva saliendo de algún lugar… y me dije que, posiblemente, esta pudiera ser la realidad, pero nunca mi verdad, y no hay lugar aquí en el que me pueda quedar.

Ojalá alguien me trajera ramos de violetas y cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Y me sonrío al pensar que pudiera pasar, porque así creería que no existe despersonificación y vacuidad en la humanidad.

Abrazadme todos, así, fuerte; decidme adiós con todo el corazón, con toda el alma… El pájaro azul vuela.