París es teatro divertido y
terrible. Entre los concurrentes al café Plombier, buenos y decididos muchachos
-pintores, escultores, poetas- sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde!,
ninguno más querido que aquel pobre Garcín, triste casi siempre, buen bebedor
de ajenjo, soñador que nunca se emborrachaba, y, como bohemio intachable, bravo
improvisador.
Pero como Garcín, ¡oh!,
soy una pobre ingenua que debía brillar, “el tiempo vendría, el pájaro azul
volaría muy alto”. He querido, desde el primer momento que comencé a leer,
vivir todo aquello que he descubierto en las páginas de tinta durante años: una
idealización de la sociedad, una fiel moral, un auténtico amor, una perdurable
amistad… Y he acertado a comprender que la realidad, aunque se vista de otra pinta,
no deja de ser materialidad, pero no verdad.
Esta mañana mientras
andaba alrededor de la universidad pude comprobar lo sucias que se encontraban
las baldosas en la ciudad, pude vislumbrar que el sol seguía quemando a
principios de octubre en esta maldita urbe; empecé a examinar a las personas
que iban y volvían, los coches contaminar, los móviles en línea a punto de
estallar, la música moderna y repetitiva saliendo de algún lugar… y me dije
que, posiblemente, esta pudiera ser la realidad, pero nunca mi verdad, y no hay
lugar aquí en el que me pueda quedar.
Ojalá alguien me
trajera ramos de violetas y cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de
las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Y me sonrío al pensar que pudiera pasar,
porque así creería que no existe despersonificación y vacuidad en la humanidad.
Abrazadme
todos, así, fuerte; decidme adiós con todo el corazón, con toda el alma… El
pájaro azul vuela.