martes, 1 de noviembre de 2011

No había manera de describir el dolor. Ni siquiera cuando no era tan intenso, cuando algo divertido o amable ocurría en la vida, se sentía capaz de verterlo en palabras. Tenía colores, una consistencia especial que lo alejaba del resto del sufrimiento, del mal humor, de todos los padecimientos del mundo que no fueran aquel dolor. Durante años, había intentado liberarse de él, pero ya se había rendido. No hubiera podido cortarse una pierna; no podía cambiar a esas alturas su manera de ser.
Marta, cómo Lorena pensaba, se moría, pero de un modo muy lento, y desde mucho tiempo antes de lo que Lorena pensaba. Aquellas noches abrazada a la nada, con la angustia que le devoraba el pecho, habían allanado el camino a cualquier desgracia que pudiera sobrevenir.
Y Lorena, que siempre había creído comprender a Marta casi sin palabras, entendía entonces, en sus caminatas ciegas por la cuidad, en aquellos vagabundeos a los que se obligaba, lo lejos que había estado de saber lo que aquello significaba, las punzadas en el pecho, el insomnio, la conciencia de que algo sin nombre, un monstruo baboso y repugnante, se había instalado en la cabeza de Marta y la había hecho suya.
No un miedo rojo y palpitante, el miedo que se sentía con la fiebre o con los golpes.

Aquel miedo se parecía a una babosa.