Últimamente me ha dado
mucho en qué pensar. Y ha sido sobre aquellas señoras de mediana edad que
entran en la tienda acompañadas de sus divertidas y cotorras amigas. Las llevo largo
tiempo observando entrar y salir. De algunas conozco detalles de su vida y de otras conversaciones de la actualidad: el
tiempo, horarios de autobuses, supermercados,
nietos, nueras y yernos, qué sé yo, la cotidianidad. Pero no ha sido hasta esta
tarde, -siempre existe ese momento justo de claridad en la vida- en que me he
dado cuenta que envidio su simple felicidad. Las veo entrar en parejas o en grupos
de tres o cuatro; aparecen riendo, encantándoles todo, preguntando “chica, qué
me puede quedar bien” o “mírame algo bonito, guapa, que voy al teatro mañana”. Con
un toque de cierta ingenuidad las veo revolotear por la estancia mientras
ponen todo patas arriba. Vienen de tomar el café cerca de la calle
Constitución, han pasado una tarde agradable y ya no tienen nada por lo que
preocuparse: el trabajo ya no es un quebradero de cabeza para ellas, - están
jubiladas la mitad-; los hijos están ya crecidos, el marido se queda en casa o
saca al perro mientras ellas revolotean acompañadas, aunque algunos de ellos las
acompañan con cara de desistido aburrimiento. La mayoría de ellas ya no están pendientes
de estar flacas o gordas, bellas o feas, gustarle a los hombres o seguir
pareciendo atractivas y coquetas para ellos. Una cuestión que no les parece ya
de vital importancia y por la que no sienten que estén perdiendo la maravilla
de la juventud, aquella que una vez pudieron haber tirado a la basura. Pero ahora disfrutan alegres y plenas de sus cafés y pasteles, de sus paseos por la Gran Vía, y de sus
compras para gustarse a sí mismas junto a sus compañeras, las cuales saben y sienten
de igual modo lo que una vez fue ser joven, y el dolor que supuso no haberlo
sabido honrar.
Y si en aquel momento hubiera mantenido los ojos cerrados, prácticamente podría haber tocado los bordes del olvido. Existe ese lugar en el interior del ser humano, un lugar que creo todos tenemos y que nos reservamos para nosotros, una fortaleza diría yo, donde vive la parte más privada de tu ser. Tal vez sea tu alma la parte que te hace ser quien eres y no otra persona. Pero después de aquella tarde era como si mi fortaleza hubiera sido volada en mil pedazos. Lo que una vez vivió allí fue de repente expuesto, a campo abierto, sin refugio. La verdad, la vergüenza, el choque con la realidad de aquellas señoras me produjo ver lo equivocada que había estado. Y es ahí donde he estado desde entonces: desnuda, sola. Tratando de esconderme bajo una brizna de hierba.
Y si en aquel momento hubiera mantenido los ojos cerrados, prácticamente podría haber tocado los bordes del olvido. Existe ese lugar en el interior del ser humano, un lugar que creo todos tenemos y que nos reservamos para nosotros, una fortaleza diría yo, donde vive la parte más privada de tu ser. Tal vez sea tu alma la parte que te hace ser quien eres y no otra persona. Pero después de aquella tarde era como si mi fortaleza hubiera sido volada en mil pedazos. Lo que una vez vivió allí fue de repente expuesto, a campo abierto, sin refugio. La verdad, la vergüenza, el choque con la realidad de aquellas señoras me produjo ver lo equivocada que había estado. Y es ahí donde he estado desde entonces: desnuda, sola. Tratando de esconderme bajo una brizna de hierba.