viernes, 27 de octubre de 2017


Últimamente me ha dado mucho en qué pensar. Y ha sido sobre aquellas señoras de mediana edad que entran en la tienda acompañadas de sus divertidas y cotorras amigas. Las llevo largo tiempo observando entrar y salir. De algunas conozco detalles de su vida y  de otras conversaciones de la actualidad: el tiempo,  horarios de autobuses, supermercados, nietos, nueras y yernos, qué sé yo, la cotidianidad. Pero no ha sido hasta esta tarde, -siempre existe ese momento justo de claridad en la vida- en que me he dado cuenta que envidio su simple felicidad. Las veo entrar en parejas o en grupos de tres o cuatro; aparecen riendo, encantándoles todo, preguntando “chica, qué me puede quedar bien” o “mírame algo bonito, guapa, que voy al teatro mañana”. Con un toque de cierta ingenuidad las veo revolotear por la estancia mientras ponen todo patas arriba. Vienen de tomar el café cerca de la calle Constitución, han pasado una tarde agradable y ya no tienen nada por lo que preocuparse: el trabajo ya no es un quebradero de cabeza para ellas, - están jubiladas la mitad-; los hijos están ya crecidos, el marido se queda en casa o saca al perro mientras ellas revolotean acompañadas, aunque algunos de ellos las acompañan con cara de desistido aburrimiento. La mayoría de ellas ya no están pendientes de estar flacas o gordas, bellas o feas, gustarle a los hombres o seguir pareciendo atractivas y coquetas para ellos. Una cuestión que no les parece ya de vital importancia y por la que no sienten que estén perdiendo la maravilla de la juventud, aquella que una vez pudieron haber tirado a la basura. Pero ahora disfrutan alegres y plenas de sus cafés y pasteles, de sus paseos por la Gran Vía, y de sus compras para gustarse a sí mismas junto a sus compañeras, las cuales saben y sienten de igual modo lo que una vez fue ser joven, y el dolor que supuso no haberlo sabido honrar.
Y si en aquel momento hubiera mantenido los ojos cerrados, prácticamente podría haber tocado los bordes del olvido. Existe ese lugar en el interior del ser humano,  un lugar que creo todos tenemos y que nos reservamos para nosotros, una fortaleza diría yo, donde vive la parte más privada de tu ser. Tal vez sea tu alma la parte que te hace ser quien eres y no otra persona. Pero después de aquella tarde  era como si mi fortaleza hubiera sido volada en mil pedazos. Lo que una vez vivió allí fue de repente expuesto, a campo abierto, sin refugio. La verdad, la vergüenza, el choque con la realidad de aquellas señoras me produjo ver lo equivocada que había estado. Y es ahí donde he estado desde entonces: desnuda, sola. Tratando de esconderme bajo una brizna de hierba.